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Capítulo I: Esa mujer
Joaquín limpió el pincel meticulosamentesorgfältig, penibelmeticulosamente mientras contemplaba su trabajo. El retrato estaba casi terminado. Santiago Ramón y Cajal, el científico aragonés que hacía unas semanas había ganado el Premio Nobel de Medicina por sus descubrimientos sobre las neuronas, lo miraba con sus ojos inteligentes y brillantes, como si quisiera preguntarle algoals ob er ihn etwas fragen wolltecomo si quisiera preguntarle algo. Joaquín lo había pintado envuelto/a eneingehüllt inenvuelto en una la capaUmhangcapa elegante, rodeado de sus libros.
Se encendió un puro.
—Bien, don Santiago, las manos y las neuronas de este pintor necesitan descansar y tomar un café.
Cruzó el patio y entró en la casa en la que vivía con su familia. Allí se dirigió a un salón que daba a la calle. Tras las horas de concentración y silencio en su estudio, le gustaba contemplar el ir y venir de la gente por su calle de Madrid. Sobre una mesita, Clotilde, su esposa, le había dejado las cartas que habían llegado esa mañana.
Se sentó en un sillón delante del el ventanalgroßes Fensterventanal y las fue abriendo una a una. Todas confirmaban su el éxito crecientewachsender Erfolgéxito creciente: invitaciones a fiestas, la inauguraciónEröffnung; Vernissageinauguraciones, conferencias… También le llegaban posibles el encargoAuftragencargos y cartas de admiradores de su obra. Las fue leyendo con atención, reservando para el final la que llevaba en el el remiteAbsenderremite el nombre de su buen amigo, el escritor Vicente Blasco Ibáñez. Era siempre un placer leer sus cartas, en las que le relataba viajes, amoríos, encuentros y aventuras. Se conocían desde hacía años. Ambos eran valencianos, ambos eran exitosos en sus profesiones, pero no podían ser más diferentes. Vicente era un hombre inquieto, aventurero, excesivo. Durante sus años en la política había arrastrarmitreißenarrastrado a las masas con el ardiente discursofeurige Redeardientes discursos en los que defendía sus ideas republicanas y anticlericales. Tres veces había estado en la cárcel por los textos que publicaba en el diario El Pueblo, que él mismo había fundado. Era diputado en las Cortes, era el escritor más famoso del país, era mujeriego, viajaba muchísimo…
Joaquín, en cambio, solo quería dos cosas: pintar y estar en casa con Clotilde, el amor de su vida, la única persona capaz de llenar el enorme agujero que le había dejado la muerte prematuro/averfrühtprematura de sus padres cuando él solo tenía dos años. Sus tíos lo adoptaron y lo cuidaron como a un hijo, pero Joaquín siempre sintió un gran vacío, hasta que conoció a Clotilde. Ella era el el ejeAchse; (hier) Mittelpunkteje de su vida desde que la conoció cuando él tenía solo quince años y entró como el aprendizLehrlingaprendiz en el taller de su padre, el pintor y fotógrafo Antonio García.
Terminó de leer el correo y abrió el sobre de Vicente con alegría e inquietud a la vez: su amigo tenía una gran capacidad para meterse en problemas. Y, más de una vez, meterlo en problemas también a él.
Por eso, no le sorprendió que Clotilde apareciera justo en ese momento en el saloncito y se sentase frente a él.
—La carta viene de París —dijo ella.
Parecía una frase neutra, una información para la que bastaba con leer la dirección que aparecía en el remite: Hotel Ritz, 15 Place Vendôme, París. Pero Joaquín sabía bien que el lenguaje nunca es neutro ni inocente. “La carta viene de París” dicho por Clotilde significaba “tu querido amigo Vicente ya está otra vez en París para encontrarse con esa mujer”.
Esa mujer era Elena Ortúzar, llamada Chita, esposa del embajador de Chile en París y de la que Vicente Blasco Ibáñez estaba perdidamente enamorado/abis über beide Ohren verliebtperdidamente enamorado, hasta el punto de que viajaba constantemente a la ciudad francesa para verse con ella.
Escuche el capítulo completo en ECOS AUDIO 08/23
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