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    Compatriotas

    AVANZADO
    Ecos 8/2018
    Zwei Hände
    © A. Tomoko / iStock
    Von Mercedes Abad

    Buenas noticias: puede que, como lo señalaba John Carlin en un artículo reciente, una de las ventajas de la plaga del coronavirus sea que, durante un tiempo, cuando muchos nos quedemos a trabajar en nuestras casas para frenar el avance de la enfermedad, ya no habrá reuniones de trabajo. Esas interminables y aburridísimas reuniones, que siempre duran mucho más de lo previsto y agotan nuestra paciencia, pueden pasar a la historia durante una temporada. No sé lo que ocurre en Alemania, pero en mi país no hay reunión sin que algún pesado, de ego desmesurado y verborrea imparable, desquicie el sistema nervioso del resto de los presentes monopolizando sin el menor recato la conversación. Es gente a quien le gusta escucharse y que está convencida de que también el resto de la humanidad beberá sus palabras como si de un maná espiritual se tratase. Hablan y hablan, y parece que no van a dejar de hacerlo hasta el Juicio Final. Les gusta tanto estar en el centro y sienten tanto amor por su persona que es más difícil frenarlos a ellos que a la COVID-19. Lo peor es que los científicos, que desarrollan antídotos contra numerosas enfermedades y acabarán dando con la manera de frenar el coronavirus, jamás encontrarán vacuna contra la verborrea de los pelmazos. Puede incluso que el pesado diga cosas interesantes, pero llega un momento en que la sobredosis impide que disfrutemos de sus palabras, y ya solo queremos largarnos de una vez. Es cierto que, al cabo de un rato, desconectamos y nos ponemos a pensar en nuestros propiosar asuntos, pero mientras el pesado de turno sigue tratando de batir con su rollazo el récord discursivo establecido por Fidel Castro (¿ocho horas?), estamos condenados a seguir en la reunión, a menos que suene nuestro teléfono y nos digan que acaban de ingresar en el hospital a un pariente cercano, una noticia espantosa que, sin embargo, casi acogemos como una liberación.

    ¿Es consciente el pelmazo de la tortura a la que somete a sus semejantes?

    El problema es que el mundo laboral no es el único biotipo donde se exhiben esos individuos capaces de hacer que una reunión, que debería durar una hora a lo sumo, dure más del doble. En las reuniones de comunidades de propietarios tampoco faltan pelmazos. Basta que haya uno solo para que sus eternas palabras impidan que se tomen las decisiones por las cuales han sido convocadas esas reuniones, y uno se va a su casa de malhumor y con la sensación de haber perdido miserablemente el tiempo.

    ¿Es consciente el pelmazo de la tortura a la que somete a sus semejantes? ¿Lo disculpa su falta de lucidez o sabe muy bien que está dando la lata y pasa sádicamente de todo? ¿Es un cínico egoísta y ególatra o un pobre tipo que se cree en posesión de la verdad y actúa movido por un filantrópico deseo de compartirla con los demás? Sin embargo, sería injusto no señalar cuánto une el pelmazo a las víctimas de sus rollos. Puede que nadie le diga nada a la cara, pero ¡qué miraditas significativas cruzamos los demás mientras el plasta se explaya! Qué pequeños triunfos esas mudas pero demoledoras críticas en forma de gesto de hastío profundo. Y qué amistades no habrán florecido en esas circunstancias. Al fin y al cabo, siempre vivimos mejor cuando vivimos contra algo.

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